Lo siento, me sabe mal y todo eso pero desde el primer momento en que tomé ese brebaje bendito no volví a ser el mismo.
Aún recuerdo cómo fue la primera vez.
Estaba subiendo la temperatura un mediodía de mayo de forma imparable, como anunciando que ya empezaba el verano cuando me tropecé en la nevera con el ECO Rosat de Binigrau que me aguardaba fresquito como el mar del Polo Norte.
Y nada, descorché sin pensármelo dos veces (dulce ignorancia la mía) y me serví un generosa copa. Debí desconfiar de ese color cereza, debí sospechar algo de ese aroma a frutas del bosque, tocando la nariz con perfumes de arándanos, moras y fresas silvestres, leí con inocencia que las uvas eran manto negro y merlot, justamente las más antiguas de los viñedos de Binigrau.
Debía imaginarme que tanta cosa buena junta no iba a darme más que disgutos.
Y, sí, lo confieso.
Estoy enganchado desde entonces a este ECO Rosat de Binigrau que me tiene loco.
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